domingo, 7 de octubre de 2012

Don Tito el mecánico del pueblo


Vuelvo al pueblo después de años y una carta inesperada me lleva a recordar todo lo que sucedió a mis 15 años cuando Don Tito me dio mi primer empleo en su taller mecánico... y mi primera vez en el sexo.

Hoy, al volver, mi pueblo chico me parece aún más chico. Llego a las siete y media de la mañana, y a esa hora, parece un pueblo fantasma. Sus casas y calles están ahí, pero no sus caras, ni su gente de hace 10 o 15 años atrás. Vuelvo a mi casa, la casa de la infancia, la casa de mi madre, la que dejé para irme a la gran ciudad... y allí me espera tanto para hacer.

Levantarla, desmantelarla y desarmar también tantas cosas que me conectan a un pasado cercano, pero también con toda mi vida. En el buzón hay varias cartas, cuentas, facturas de impuestos y resúmenes de no sé que cosa. Por un momento desfallezco, no tanto por el cansancio del viaje sino por lo que me espera: vender esta casa ahora deshabitada tras la partida de mamá.
Me dejo caer en el antiguo y modesto sofá con las cartas aún en la mano, que se desparraman sobre el abrigo que todavía llevo puesto. Contemplo la pequeña habitación iluminada apenas por los primeros destellos del día filtrándose a través de las persianas cerradas. Entre los sobres hay uno que me llama particularmente la atención. En él está escrito con una letra despareja: "Señor Mariano A. Gutiérrez". Miro el remitente y un torrente de recuerdos invaden todo mi ser: ¡Es...de Don Tito!. No me alcanzan las manos para abrir el sobre. Me quito el abrigo, lo apoyo sobre mi valija, y me pongo a leer, con la emoción en la garganta.

Querido Mariano:

Espero que esta carta te encuentre bien de salud. Ahora que Doña Elena nos dejó (Dios la tenga en su gloria), me animo a escribirte estas líneas. Te doy mi pésame por lo de tu mamá. Nunca le pregunté a ella tu dirección en Buenos Aires, y creo que tampoco tenía sentido mandarte una carta entonces. Como en este pueblo las cosas se saben muy rápido, me enteré de que ibas a venir para vender la casa y me pareció linda la oportunidad para saber de vos, pues siempre te recuerdo con mucho cariño, más de lo que te puedas imaginar...

Interrumpo la lectura ganado por la emoción. Me llevo la carta al pecho y miro hacia el pasado con mis ojos llenos de lágrimas.

El recuerdo de Don Tito arranca en tiempos de mi más tierna infancia. Rememoro esas imágenes cuando entonces pasaba por la calle de su taller mecánico casi todos los días en mi bicicleta. Iba a la panadería o a la carnicería que estaban en la calle siguiente. Si Don Tito estaba en la puerta, siempre recibía su saludo con la mano en alto "¡Qué hacés, Marianito!". No sonreía, pero se sentía su atención especial en ese saludo. Él, que había sido muy amigo de papá antes de que nos abandonara, era el único mecánico del pueblo. Su taller subsistía por estar a la entrada del mismo, a pocos metros de la ruta a Buenos Aires.

... Y te recuerdo desde que eras un pendejito tímido que casi no saludabas cuando pasabas por la puerta. ¡Qué épocas!, cuando había tanto trabajo que te llamé para que vinieras a ayudarme con el taller. Fue tu primer trabajo. Eras casi un niño ¿te acordás?, tenías quince años, pero ya eras muy seriecito para tu edad...
En el taller de Don Tito tuve mi primer trabajo. A mis quince años, iba a vivir algunas otras "primeras veces" también. ¿Pero cuántos años tendría él? Nadie sabía la edad precisa de Don Tito. Era un hombre común y corriente. Algo bajo, tosco, con rudos modales, pocas palabras, pero siempre con cierta nobleza y firmeza de quien es un hombre de bien. Si había sido amigo de papá, seguramente tendría una edad similar, por lo que yo deducía que por aquella época rondaría los 40 años.

–Es muy simple – me dijo mientras seguía revisando un distribuidor – tu mamá me dijo que todavía no te decidiste a entrar a la secundaria y que unos pesos le vendrían muy bien para llegar mejor a fin de mes. Yo tengo bastante trabajo y necesito un ayudante. Por lo pronto vas a empezar viniendo 8 horas al día. Quiero que seas puntual y trabajador, aquí no hay lugar para vagancias. ¿estamos?

–Sí, Don Tito.
–Abro a las 9. Entrás a las 10. Podés comer aquí conmigo, y quedás libre a eso de las 18.
–Gracias, Don Tito.
–Empezás mañana. Saludos a tu mamá.

Y ahí estaba yo, aún niño, pero con un cuerpote de adulto, ensimismado, tímido y sin la auto confianza suficiente como para continuar mis estudios. Supongo que estaba inmerso en la inercia de aquella anodina atmósfera del pueblo, así que me sentía muy extraño por tener un empleo.
... Tu primer día fue un desastre. No pegabas una, y cuando te fuiste me pregunté ¿quién me manda a mí a meterme con este pendejo que no sabe ni limpiarse los mocos?. De veras que lo pensé. Pero claro, vos fuiste progresando, y pronto descubriste que para tu sorpresa, (¡y la mía!) no eras nada tonto. Nunca tuve otro ayudante como vos, sabía que te iba a sacar bueno. Pero, como en todo, hacer algo por primera vez, cuesta siempre. Con ese aprendizaje, vino tu confianza en vos mismo. Yo no era tan bruto como para no darme cuenta...

Todos los días llegaba con mi bicicleta, me ponía mi overol azul, y empezaba a trabajar en alguna tarea que me indicaba Don Tito. A las 12:30, hacíamos una pausa para comer algo. Generalmente, después de almorzar, ambos nos tomábamos un tiempo para descansar, siempre que no hubiera mucho trabajo que hacer. A veces Don Tito se iba a recostar un rato, dormía una breve siesta, y yo me quedaba cuidando el negocio. Él vivía solo, y la continuación del local era un par de modestas habitaciones que conformaban su vivienda.

Después de unas semanas, yo ya amaba tener ese trabajo. Don Tito era severo en su trato, pero yo sentía que despertaba cierto afecto en él. Percibía su cariño y yo me sentía seguro a su lado. Tal vez por eso, comencé a apegarme a él, como si fuera una variante paternal. Nunca me hubiera animado a preguntarle sobre su vida, pero me moría por saber más de él.

No se le conocían novias, o demasiados amigos. No era atractivo, ni tenía un torneado cuerpo. Más bien su barriga tendía a hacerse prominente debajo de sus grandes pectorales puntiagudos. Tenía brazos velludos, muy fuertes, y grandes manos, impregnadas siempre con un color negro, sobre todo bajo sus uñas.
A veces me quedaba mirándolo, como si quisiera indagar todo sobre él. Solía vestir una camiseta sin mangas y pantalón de trabajo. Bajo la camiseta, sus pezones marcaban la tela como si hubiesen tenido por todo objetivo taladrarla o traspasarla y el holgado escote mostraba casi con desfachatez la abundancia de sus pechos sin vello. Por eso me llamaba la atención que sus sobacos fueran tan peludos. Estaban poblados de largos y negros pelos que al final del día perfumaban el aire con olor a sudor. No me molestaba aquello en lo más mínimo. Era parte del olor familiar que aprendía a reconocer como cotidiano. Era el olor de Don Tito, a quien empezaba a querer mucho.

... Y nos hicimos muy compañeros. No éramos muy parlanchines, pero aprendimos a comunicarnos de otra manera, los hombres somos así. Yo me sentía observado. Me mirabas, en parte, porque aprendías mucho viéndome trabajar, pero por otro lado, creo que me mirabas para saber más de mí. Pero, Marianito, yo te miraba más. Me gustaba verte, eras como el sol que entraba a mi casa... te miraba, sí, no sé si vos te dabas cuenta...

–Hasta el lunes, Don Tito – dije un día, dispuesto a regresar a casa – que tenga un buen fin de semana.
–Chau, Marianito... pero... ¡Eh!, ¡Vení para acá!... ¿Vos te das cuenta en el estado de mugre que salís del taller?
–¿Yo? Y... sí. ¿Pero... qué tiene? ¡Si estuve trabajando!
–¡Precisamente! ¡Mirate un poco...! ¡Estás hecho un asco! ¡Tenés grasa hasta en la frente!
–Bueno sí, pero, Don Tito, esto es un taller ¿no?... además...
–¡Además nada!. Vení. No pensarás ensuciarle toda la casa a tu madre, o el baño... la pobre ya tiene bastante con su trabajo y encima, tiene que limpiar tu roña.
–Pero ¿dónde quiere que me bañe?
–¡Aquí!
–¿En su casa?
–¿En dónde si no? ¿En el Sheraton? Todavía no abren ninguno en el pueblo...
Me reí de buena gana. Y también Don Tito se rió. Era una de las pocas veces que veía sus blancos pero desparejos dientes.
–Desde hoy, si querés, podés bañarte aquí. Ahora que estás trabajando más, te vas a ensuciar también mucho más. Y acá está el baño que podés usar todos los días antes de irte. ¿de acuerdo?
–Si usted lo dice, está bien, Don Tito. Gracias.
–Andá. Ahí tenés jabón y toallas limpias.

Como en toda casa vieja, el baño, con puerta de grandes vidrios traslúcidos, daba al patio interno. Don Tito me dio a entender que entrara con un gesto de su mano, y entró a la habitación pequeña enfrente al baño. Era un improvisado despacho con una mesa que hacia las veces de escritorio. Ahí Don Tito llevaba las cuentas y organizaba sus tareas.

–La puerta del baño no cierra muy bien.
–No se preocupe, Don Tito, ya la conozco – dije, mientras entraba y encendía la luz.

Abrí el agua caliente, sintiendo como el viejo calefón sacudía un poco la casa desde la cocina. El lugar se llenó de vapor y yo me quité la ropa. No había ni bañera ni cortinas rodeando la ducha. El agua caía despareja y sin mucha presión desde lo alto. Cada tanto le daba un empujón a la puerta, que insistía en abrirse. Hasta mis oídos llegaba el tango silbado por Don Tito, que se había quedado ordenando unos papeles en la habitación de enfrente.

Me metí bajo el humeante chorro, sintiendo el placer del agua caliente sobre mi desnudez. La puerta rechinó y se abrió aún más. Podía ver a Don Tito desde la ducha. Contaba el dinero y lo ponía siempre en aquella cajita metálica, sobre el estante. Volví a empujar la puerta y me enjaboné todo el cuerpo. La puerta se volvía a abrir. ¡Carajo! ¿Porqué Don Tito no le dará unos martillazos y la pondrá en su lugar?. La cerré nuevamente, pero cuando vi que era inútil, ya no me preocupé más.

De pronto advertí que el tango que silbaba Don Tito había cesado. Me pregunté que estaría haciendo. Pero no le di mucha importancia. Terminé de bañarme, me vestí y me fui a casa.

No. Creo que no te dabas cuenta, como tampoco te diste cuenta que el día que te bañaste en casa aquella primera vez: te espié. Y ahí empezó todo. Me felicité por no haber arreglado la dichosa puerta del baño. Y, desde ese día, sabiendo que ibas a ducharte en casa, no hice nada por repararla... ¡Joder!, pensé... ¿A esta altura del partido, no me estaré haciendo puto?. Sí, ese día empezó todo.

En la semana siguiente noté que Don Tito estaba más pensativo, y varias veces al día lo sorprendía con su mirada fija en mí, serio, observador. Y cuando nuestros ojos se chocaban, él se sentía incómodo, bajaba la vista y seguía haciendo su trabajo.

Los primeros calores llegaban, y después del trabajo, cuando me duchaba, ya lo hacía con la puerta del baño totalmente abierta. Era como una rutina. Yo entraba al baño, y Don Tito siempre estaba en el cuarto de enfrente, silbando y ... dejando de silbar.

Con el verano, los días se hacían difíciles de soportar. Los techos del taller eran de zinc y el ambiente se hacía sofocante. Don Tito trabajaba entonces sin camiseta, sólo con el pantalón. Se ponía algo sólo si entraba algún cliente, pero su generoso pecho desnudo era el paisaje habitual de todos los días. Comprendía ahora por que esos pezones se marcaban tanto en la tela de sus prendas. Parecían dos hamburguesas por su tamaño y estaban rodeados de pelillos suaves y oscuros. No entiendo hasta el día de hoy porqué me atraían tanto. No tenía una clara inclinación sexual por los hombres. Todo lo contrario. Pero había algo en esas formas, en la abundancia de esas carnes colgantes pero firmes, en lo rojizo de esas aureolas, que me desviaban la vista involuntariamente cada vez que Don Tito pasaba a mi lado. Comparaba esos pechos increíbles con las fotos de mujeres desnudas que colgaban de la pared del taller. Eran solo imágenes, y las tetas que me mostraba Don Tito, eran de carne real.

– ¿Qué mirás tanto?
– ¿Yo?... eh... nada, Don Tito...
– Están grandes, ¿no?. Pero no te confundas, no son tetas... – me decía, riendo fuertemente.

Yo sonreía sonrojado, bajando la vista, escuchando su risa burlona, pero complacida a la vez.
Y fue así como yo empecé a notar – para mi gran asombro – que cada día que pasaba, me fijaba cada vez más en Don Tito. Como aquella vez en que él estaba tirado debajo del motor de un peugeot y me llamó para que le fuera alcanzando las herramientas. Parte de su torso había quedado debajo del auto, sólo podía ver su vientre descubierto y las piernas enfundadas en el sucio pantalón azul de trabajo. Me acerqué con la pinza que me había pedido y al dársela no pude evitar posar mis ojos en su paquete. El pantalón, como siempre, estaba más abajo que lo que marcaba su cintura. Los pelitos de su ombligo marcaban una tentadora senda hacia abajo. No podía apartar la vista de ese bulto. Imaginé mil veces lo que podría haber debajo de esa bragueta.

–La llave inglesa, pibe – me gritaba desde abajo. Y yo se la alcanzaba, asomándome un poco más para ver la negrura de sus axilas peludas. Al hacerlo, olía su sudor, y fue entonces que me sorprendió tanto que mi pene respondiera con unos latidos a tales sensaciones. Era claro, uno sabe cuando su pija va a despertar, y la mía lo estaba haciendo.

–Tomá, poné todas estas piezas en el tachito con nafta, después las limpiás.... tráeme el destornillador grande – y ahí iba yo de un lado al otro, sintiendo como la pija me abultaba el pantalón.
–¡Mierda, esto costó, pero bueno, creo que está listo! – dijo saliendo de abajo del auto y chocando con mi mirada. Yo me quedaba como tonto, viendo emerger sus hermosas tetas y aguantándome para no tocarlas.
–¡Eh!, ¿Qué te pasa? ¿Estás en la luna, vos?

Y yo bajaba la vista, escapando antes de que notara mi apretada entrepierna y mi cara enrojecida.
Un día, como de costumbre, terminé mi trabajo y preparé las cosas para ducharme. Entré al baño, hacía calor, así que sólo dejé que corriera agua fría. Don Tito, como era habitual, estaba silbando desde su pequeño cuarto. Me desnudé y me metí bajo el aliviante chorro de agua.

...Pero vos estabas tan hermoso bajo el agua que no me entretuve a pensar qué estaba haciendo al mirarte, ni me importó demasiado que un jovencito en bolas acaparara toda mi atención. Tus quince años te habían dado un cuerpazo enorme, y en ese momento me di cuenta de lo mucho que habías crecido. A pesar de ser tan joven, ¡Qué pelambrera tenías en tu cuerpo!. Yo, que prácticamente te había visto nacer, no salía de mi asombro al verte tan hombrecito. Con tu culito bien levantado, redondo, perfecto... tu pecho, también velludo, con esos dos botoncitos rosados que empezaban a volverme loco, y al darte la vuelta... ¡tu pija joven y virgen!, ¡cómo me moviste el piso con esa verga!. Lo sabés, claro...

Después de un rato me di cuenta de que como no había vapor en el baño, el espejo estaba completamente desempañado. Don Tito había dejado de silbar. Miré a través del espejo, y me quedé muy impresionado al ver el reflejo de Don Tito con su vista clavada en mí. Me había dado cuenta entonces de que: ¡Don Tito me miraba todas las tardes cuando me bañaba!.

...No estaba dura, pero se te levantaba entre los huevos y quedaba mirándome hacia adelante. Cuando te fuiste, bajé la vista avergonzado, y casi no te saludé. Tenía pánico de que me hubieras descubierto, Mariano. Y el corazón me latía a mil por hora...

Al principio me asusté. No podía voltearme hacia la puerta. Tampoco mirar al espejo. Intenté seguir como si nada, pero estaba muy confundido. Me dio mucho pudor y por un momento no supe que hacer. Entonces miré otra vez aquel reflejo y ahí estaba Don Tito, inmóvil, con sus ojos devorándome. ¿Porqué? No lo podía entender. No entendía que ese hombre – y mucho menos Don Tito – se sintiera atraído por un chico como yo. Terminé como pude, y me fui a casa como un torbellino.

Esa noche tardé en dormirme. No podía apartar de mi mente aquellos ojos del mecánico. Un cúmulo de emociones me asaltaban. Sentía despertar cosas que no podía digerir. Todo era nuevo. Pero también excitante. Recuerdo que sentí muchas cosas, pero jamás rechazo hacia ese hombre con el que convivía tantas horas. En la oscuridad de mi habitación, volvían a mi mente los pechos de Don Tito, sus sobacos peludos, sus enormes pezones. ¿Qué me pasaba? Mi pito se empezaba a poner duro tan solo de pensar en la cara de Don Tito. Esa cara con barba cerrada de tres días, sus ojos mirándome, su expresión rara, devoradora, como si se tratara de la de un león sobre su presa. Mi mano fue instintivamente a mi miembro erecto y me masturbé de una manera casi brutal.

...Yo no soy de escribir. Nunca lo hago, y perdoná si tengo faltas de ortografía, no sé expresarme escribiendo, pero, ahora, por primera vez, me sale todo esto después de tanto tiempo... pero seguramente vos te acordarás de lo que pasó después...

Al día siguiente fui a trabajar como si nada. Pero una vez en el taller, me costó mucho ocultar mi nerviosismo ante Don Tito. Ahí estaba él, con su olor a macho, sus pectorales al aire y su pantalón que como de costumbre se bajaba un poco más allá de la cintura. Si Don Tito se agachaba, como muchas veces pasaba cuando estaba trabajando, me dejaba ver el comienzo de su culo. Ya no podía apartar mi vista de él. Lo buscaba y lo observaba, cuidando siempre de que no se diera cuenta.

Así pasaba las horas, atento al momento en que Don Tito dejaba escapar parte de sus nalgas cuando se sentaba, o una porción de su vello púbico cuando se estiraba para agarrar la nafta de aquel alto estante. ¿Qué veía en él? ¿Qué extraña atracción sentía? Estaba totalmente confundido, pero mi ingenuidad ni siquiera me hacía pensar en algo anormal, o sucio. Para mí era todo nuevo, todo raro, una extraña mezcla de emociones e instintos básicos.

Apenas pude esperar hasta el momento de la ducha. Después del episodio del día anterior, curiosamente, estaba totalmente excitado con la idea de que Don Tito se quedara observándome otra vez.
El calor había sido implacable y yo estaba todo sudado. Cuando llegó el momento ducharme, Don Tito ya estaba en su cuartito, esperando, silbando su tango. Encendí la luz del baño y abrí el agua fría. Me quité la camiseta por encima de mi cabeza.

Lo hice lentamente, sabiendo que era observado. Me sequé un poco el sudor con la prenda. Lo pasé por mis axilas, por mi cuello, y luego, muy lentamente por mis pectorales tapizados de mojados vellos. Me cercioré de que la puerta del baño estuviera bien abierta. Entonces continué con mi pantalón. Lo desabroché despacio, despacio, deslizándolo hasta el piso. Mis piernas peludísimas quedaron al aire. Jugué en rato con el elástico del calzoncillo blanco, sintiendo mi sexo palpitante debajo de la tela. Al despojarme de mi prenda interior, el silbido de Don Tito cesó. Quedé desnudo completamente y me situé debajo de la regadera.

... Ese día me volviste loco, y desde mi cuartito, a duras penas me contenía para no ir a meterme en la ducha con vos. Cuando te quitaste el calzoncillo, tu pija estaba más grande. Nunca la había visto así. En seguida me excité...

Sabía que él no perdía detalle de mis movimientos. Empecé a enjabonarme deteniéndome mucho más de la cuenta. Repasaba cada curva, cada recoveco de mi esbelto cuerpo.

...me diste la espalda y abriste tu culo. Te pasaste tantas veces el jabón, que me asombré de que siguiera intacto después de cada ir y venir. ¡Qué culo, qué hermoso culo que tenías, Mariano!...
Me atreví a mirar por el espejo, y vi como la mano de Don Tito se posaba temblorosamente sobre su entrepierna. Se la empezó a frotar lentamente, sin dejar de mirarme un solo segundo.

...Hiciste un leve movimiento, y tu verga erecta quedó al descubierto. Quedé inmóvil. Nunca había visto algo así. Nunca me había fijado en algo así. La enjabonabas y la enjuagabas, jugando con el agua. Sentí tantas cosas entonces. Quería hacerte el amor ahí mismo. Pero no podía. Jamás me habría atrevido en ese momento ¿entendés?...

Sí, ese día me pregunté por primera vez: ¿Qué estamos haciendo? ¿No somos un par de pervertidos? Pero algo mucho más irracional me impelía a seguir mostrándome ante ese hombre cada vez más excitado. Me froté la pija tomándola desde su base y empecé a bombearla rítmicamente. Estaba completamente dura, grande, y sentía un raro orgullo de exponerla así a otro hombre.

...Si me hubieras visto en ese momento hubiera muerto de vergüenza. Pero yo tenía una mezcla de miedo y excitación muy grande, no podía dejar de espiarte. Mi verga estaba durísima bajo el pantalón, y si no hubiera corrido el riesgo de ser visto, me la habría sacado afuera...

Don Tito seguía frotándose el bulto, y cada tanto se tocaba los pechos, apretando entre sus dedos los grandes pezones. El hecho de mirarlo de reojo por el espejo, me daba cierta seguridad por que él no se daba cuenta que lo miraba. Todo eso era muy excitante para mí. Comencé a subir y bajar mi mano en torno a mi empalmado sexo, sintiendo siempre la mirada del mecánico sobre mí.

...Metiste un dedo enjabonado en tu culo, en tu precioso culo que era para mí la imagen misma del deseo, te pajeaste divinamente y yo no podía creer que despertaras en mí tantas cosas...

Eyaculé con una descarga de semen que saltó y se estrelló contra la pared. Me apoyé en la otra porque el placer me había tambaleado y arqueado de tal manera que estuve a punto de caerme. Cuando volví en mí, me avergoncé por completo por lo que había hecho. Miré disimuladamente por el espejo, pero Don Tito no estaba ya observándome. Me enjuagué rápidamente, me sequé y me fui casi huyendo del taller.

...Querido Mariano, tantas veces, tantas tardes repetiste ese esperado ritual al final del día, que yo me sentía en el cielo. Casi lo interpretaba como un obsequio. Por eso no pude entender entonces, lo que hiciste con la cajita del dinero...

Ya casi no recuerdo qué me había llevado a cometer esa equivocación. Aunque... sí, creo que fue...
Yo sabía que querías cambiar la bicicleta. Claro. Si yo mismo te hubiera ayudado a darte lo que te faltaba. Habías ahorrado algo de dinero, y te faltaban solo unos pesos...

¡Sí! ¡La bicicleta!. Ahora lo recuerdo bien. Quería aquella bicicleta. ¡Qué tonto y pendejo fui!. No entiendo como pude haber hecho aquello: un día, después del almuerzo, mientras Don Tito se había retirado a descansar unos minutos, me quedé solo en taller y miré la cajita metálica donde estaba el dinero. Don Tito ponía allí su recaudación del mes. Pensé en mi anhelada bicicleta nueva y la tentación fue demasiada. Volví a mirar la cajita. ¿Y si yo tomara...? ¡No, ni pensarlo!, ¿cómo se me había ocurrido sacar el dinero de ahí? Pero... ¿Porqué no?

Con el sigilo de un gato me acerqué a la cajita. Don Tito no volvería a abrirla hasta después de haberme pagado el sueldo, y yo ya habría devuelto lo extraído. Estiré la mano. No, no iba a darse cuenta. Toqué la cajita. ¿Porqué temblaba?. La tomé en mis manos. La abrí. Tomé parte del pilón de billetes y cerré la cajita, poniéndola nuevamente en su lugar. Me latía el corazón como nunca. "Ya está, lo hice", me dije a mí mismo. Pero cuando me volví, ¡Don Tito estaba en el umbral del cuartito, mirándome con la expresión más terrible que jamás había visto en persona alguna!

...Cuando te pesqué con las manos en la masa, me sentí tan traicionado que la furia me ganó. Ahora sé que fue una travesura, pero en ese momento, no podía creer que vos me estabas haciendo eso a mí. Te quería como a un hijo, y solo podía ver, con toda la bronca del mundo, que me estabas robando...

–¡Don Tito! ¡Yo le voy a explicar...!
–¡¿Explicarme?!, ¿Te parece que esto necesita una explicación? – gritó furioso. Su cuerpo corpulento en la puerta del cuartito, obstruía toda posibilidad de salida.

–Pero... yo....
–Vos sos un pendejo traicionero que estabas esperando robarme ni bien me distrajera, si no es que ya me robaste otras veces...
–¡No, nunca!
–Lo único que lamento, es el dolor que le vas a dar a tu vieja, cuando se entere de todo, y cuando...
–¿Cuando qué?
–¡Cuando sepa que perdiste tu trabajo, pendejo boludo!
–¡No, Don Tito, por lo que más quiera!, No le cuente a la vieja, ¡Y no me despida!
–¡Te vas a la mierda, Mariano!
–¡No, por favor!, ¡Castígueme, pero no me despida! ¡Yo le iba a devolver todo el dinero!

–¡Claro que lo vas a devolver, ahora mismo, y te vas a ir!
–¡No, Don Tito! – le dije agarrándolo por los breteles de la camiseta, y poniéndome casi de rodillas. Me miró con un desprecio que me hizo estremecer. - ¡No me haga eso, yo quiero trabajar con usted! ¡Pégueme, castígueme, haga lo que quiera conmigo, pero deje que siga viniendo al taller!

–¡Claro que te voy a castigar! ¡Lo que vos andás necesitando es un buen escarmiento!
Don Tito, en un torbellino de ira, me tomó de la mano y me llevó al taller. Vociferaba y me maldecía con insultos. Nunca lo había visto así. Temí lo peor, pero también sabía que la había cagado y me merecía lo que a Don Tito le viniera en gana hacer conmigo. Bajó la persiana metálica de la calle y ambos quedamos en semi oscuridad.
–¿Qué va a hacer?

–¡Vení para acá! – me gritó. Y jalándome del brazo se sentó en una pila de cubiertas de autos y me dio un tirón haciendo que cayera sobre sus muslos, boca abajo. Quedé con mi culo expuesto ante él. Mis rodillas arrastraban el sucio suelo, mientras que mis brazos, extendidos hacia adelante se afirmaban contra otra pila de neumáticos. Giré horrorizado mi cabeza a tiempo que veía la mano de Don Tito en alto. La palma bien abierta, cayó con todo su envión sobre mis nalgas, arrancándome un grito de dolor.

–Ahora vas a aprender a no meter la nariz donde no te corresponde. ¿Te duele? – Me decía, y otra fuerte palmada chocaba en mí con gran estruendo.
– ¡Ah! ¡Sí, me duele, Don Tito!
–¡Mejor! – y un tercer golpe me humillaba el culo. Cuatro. Cinco... hasta que empecé a perder la cuenta. El dolor era inmenso, pero era Don Tito el que me estaba castigando, jamás me hubiera rebelado contra su autoridad. Así que me quedé quieto. Después de todo, estaba en su poder. Y ¡qué extraño!, fue en ese momento que comprendí que yo adoraba a ese hombre.

... Descargué toda mi furia contra ese culo, que paradójicamente amaba como un tesoro inalcanzable. Sólo podía subir mi mano, y descargar todo su peso contra tus nalguitas. Estaba como ciego, no veía más que tu traición.

Él seguía azotando mi culo. Me volví a mirarlo, y entonces descubrí otra mirada en sus ojos. Ya conocía esa mirada. Era la que había descubierto a través del reflejo del espejo del baño.
Sólo veía mi mano estrellarse contra tu culo. Mi vista no podía apartarse de tus glúteos redondos, perfectos. Ya te había visto en pelotas, por lo que imaginármelos a pesar de tu pantalón, no era difícil. Pero... ¿Para qué tanta imaginación si podía verlos ya?, me dije. Y quise más y más...

Entonces Don Tito, presa de un incontrolable furor, me tomó por el borde de mi pantalón, y tironeó tanto que consiguió bajarlo unos centímetros. Estaba ajustado con su cinturón, pero no obstante, su fuerza era mucho más grande (su deseo también) que la resistencia de la prenda. Le dio varios tirones más y sentí como mi pantalón descendía con trabajo hasta mis muslos. Había arrastrado mis calzoncillos por lo que mi culo quedó desnudo, vulnerable, y a su más absoluta merced. Una sensación única me invadió al sentir mi trasero al aire.

La visión de tu culo desnudo me encendió más, y no podía evitar relamerme al tenerlo tan cerca de mí. Levanté la mano, y seguí castigándote...
Su mano volvió a pegarme inexorablemente. Sentía toda la zona acalorada, y de tanto dolor, se me estaba entumeciendo. Pronto el dolor cesó, y dio paso a otra sensación, mucho más fuerte, mucho más inexplicable, mucho más increíble. Él siguió percutiendo mi trasero.

...Pero cada vez más pausadamente. Mi mano bajaba, mientras te decía "Vas a aprender, cabrón... ¿Qué se siente?... ¿Todavía te quedan ganas de robarme?...", pero cada vez esperaba más tiempo antes de volver a pegarte. Tu culo estaba como encendido, rojo como un tomate. Cada tanto, mi mano se quedaba ahí después de darte la palmada. Y cada palmada era cada vez más suave.

¡Carajo! Sus manos empezaron a provocarme una de las sensaciones más sensuales de mi vida. Bajó mis pantalones aún más hacia mis rodillas. Entonces mi verga quedó liberada y se frotándose fuera de mi voluntad contra sus muslos. Cada palmada iba transformándose en caricias aún rudas. Cada golpe, repercutía en mi pija, y la frotaba contra su muslo, otorgándome sensaciones indescriptibles. En cada pausa, yo rogaba que viniese la próxima palmada. La esperaba casi con desesperación. Y después de que venía, su mano, hirviendo casi, se quedaba unos minutos sobre mi piel desnuda. A veces caía sobre mi raja, entonces abría bien las piernas, para sentir lo más adentro posible el contacto tan esperado.

... y sobre mis muslos, empecé a sentir como tu verga cobraba vida. Miraba tu culo, me lo comía con los ojos, y ahí iba otra vez mi mano a chocar contra tu carne colorada. Te abrí las cachas, para verte bien el agujero. Era rosado, apretadito, peludo y se contraía a cada palmada mía. Estabas caliente, y no solo por las palmadas. Estabas bien caliente, y tu pija se encargaba de transmitírmelo.

Mi cuerpo se fundía casi con el suyo. Lo sentía caliente, sudoroso, agitado, y me abandoné completamente a ese hombre implacable.

En medio de mi pecho, como un palo punzante, sentí su poderosa verga erecta. Por un momento, él, que estaba cubierto de sudor, hizo una pausa y se quitó la camiseta,. Después tomó la mía y me la subió por encima de mi cabeza dejándome desnudo.

– Basta, Don Tito – dije entre lágrimas. Sí, mentía, aún quería ocultar mi incontrolable deseo de que siguiera. Y a la vez que decía esto, abrí los muslos al máximo, adelantando mi culo en dirección a su cara – ¡Por favor, le juro que no lo voy a hacer más!

– ¡Aunque me pidas por favor, no te vas a librar de mi castigo! – decía Don Tito, pero con la voz ya mucho más suavizada.

Mis bolas quedaron colgando y una mano de Don Tito las agarró firmemente. Yo lancé un gemido corto y ahogado. Ese contacto fue a parar directamente a la punta de mi mojada verga. Creí que iba a eyacular ahí mismo. Tuve que contenerme y apretar bien el culo para no descargarme sobre su pantalón.
Pero la mano de Don Tito seguía acariciando mis bolas, las fregaba, las sacudía, las apretaba, mientras con la otra mano cada tanto seguía con sus palmadas, solo que ahora, la dejaba mucho más tiempo apoyada en mis nalgas, tocándolas descaradamente y avanzando con sus dedos sobre mi ojete.
Vos sentías mi pija en tu pecho. Mis manos se hundían en tu culo, en tus bolas, y todo tu ojete se me abría cada vez más ¿Te acordás? Y de tu culo pasé a tu espalda. Estaba mojada de sudor, mis manos resbalaban por tu piel y vos te fuiste deslizando hasta quedar de rodillas...

Ahora sentía sus manos recorriéndome la espalda. La verga de Don Tito, que me taladraba el pecho, fue frotándome hasta sentirla en la garganta y en la cara. Con mis brazos apoyados en su muslo, alcé un poco la cabeza y miré directamente el gran paquete que se abultaba en su entrepierna. Toda la forma de su pija podía adivinarse tras el pantalón. Estaba ladeada a un costado y la cabeza se le marcaba perfectamente. Don Tito había dejado sus manos sobre mis hombros. Alcé la vista y lo miré a la cara: se mordía los labios y respiraba agitadamente. Esa mirada fue muy clara.

... y cuando me miraste, los dos supimos claramente lo que estaba sucediendo. Miraste mi bulto con todas tus ganas. La tenía tan dura que casi me explotaba. Tu carita estaba ahí, a menos de diez centímetros de mi bragueta, y yo ya no fui dueño de mis acciones.

No pude despegar mi mirada de la entrepierna de Don Tito. Entonces, en un rapidísimo movimiento, él se desabrochó el cinturón, se bajó el cierre de la bragueta, apartó el elástico de su calzoncillo y ante mí dejó libre toda la erección de su verga. Me miró como diciendo "¿Qué...? ¿No era esto lo que querías ver...?".
Nunca había visto la verga dura de un hombre adulto. Recordaba mis jugarretas con amigos del club, cuando alguno salía empalmado de la ducha, pero esto no tenía comparación. ¡Qué espectáculo!. La pija de Don Tito no era larga, pero tenía un grosor poco habitual. La cabezota se hinchaba enorme, puntiaguda y roja, totalmente cubierta de líquido brillante y gelatinoso. Su robusto tronco emergía de la intrincada sombra de sus pelos que se esparcían a los costados de sus muslos, enrulándose y espesándose en las ingles, y unas grandes, pesadas e inquietas pelotas, colgaban sobresaliendo de la abertura de su bragueta abierta.
Entonces me inundó su olor. Era un olor fuerte, mezcla de transpiración que emanaba de su frondosa vellosidad y de sus bolas tanto tiempo aprisionadas; y también de líquidos internos, que cada tanto surgía en gotas desde el meato urinario.

... Te mostré mi pija. Quería que vieras cómo me ponías. Además, en ese momento sentí que tenía que mostrártela. Yo que había visto la tuya, sentía que era como faltar a un pacto entre hombres si yo no te dejaba ver la mía. ¡Qué loco!. ¡Mirá las cosas que me pasaban por la cabeza en ese momento!...
Me tomó por los brazos y ambos nos pusimos de pié. Mi erección se irguió ostentosamente, y sentí como los ojos del mecánico me la devoraban. Se quedó mirándome intensamente unos segundos, con su respiración agitada. Sus grandes tetas subían y bajaban con cada bocanada de aire y su rostro lucía desencajado, rojo, atento. Tomó su sexo con una mano mientras que con la otra se acariciaba uno de sus pectorales.

–  ¿Te gusta?
Instintivamente llevé la mano a mi verga y comencé a acariciármela. Don Tito hacía lo mismo con la suya. Yo miraba como su prepucio subía y bajaba, cubriendo y descubriendo esa fruta pronta a ser devorada. No había respondido a su pregunta. Estaba muerto de miedo, lleno de dudas y loco de deseo.

– No tengas miedo, Marianito. No te pongas así, tranquilo, tranquilo. Sé que te gusta. Y para que sepas, a mí también me gusta lo que tenés ahí entre las manos. Eso no nos hace putos ¿entendés?. Es una cosa entre hombres. A los dos nos gustan las minas ¿no?. Pero... los dos estamos calientes, y la podemos pasar muy bien. Nadie tiene porqué enterarse.
– Pero... si nos tocamos... ¿no somos putos?
– No, mirá – me dijo con la voz cada vez más suave. Y estiró una mano hasta tocar con sus dedos mis bolas. Y enseguida su mano se amoldó a mi duro carajo.

Yo sentí un escalofrío que me recorrió todo el cuerpo. Inmediatamente mi verga se tensó hinchando el glande y lanzando un chorrito de líquido transparente. Nunca había sentido tal cosa. Nadie me había tocado jamás. Ni mujer, ni hombre, por lo que me sentí transportado a un sitio indescriptible. Mi pecho subía y bajaba en mi respiración entrecortada. Estaba muy conmocionado y todo me parecía irreal.

... Qué sensación increíble fue tocar tu pija. Yo no tenía nada de miedo. Le estaba tocando la pija erecta a un macho y estaba en la gloria, no lo podía creer. Nunca me pregunté si estaba en lo correcto o no. Supe que también vos querías eso. Eso era suficiente. Tu erección era increíble. Todo tu cuerpo me pedía a gritos que te tocara.
– ¿Ves?- me dijo Don Tito - ¿Ves cómo te sale el liquidito?, ¿Ves como se sacudió cuando la toqué?
– ¿Y si se entera alguien? – dije atemorizado y mirando que la persiana y las ventanas estuvieran bien cerradas
– No te preocupes, pibe, nadie se va a enterar ¿Querés tocármela?
Yo no hacía más que devorar su enhiesto falo con los ojos.
– ¿Está seguro que no me voy a volver puto?
– Probá, y vas a ver que no.
Extendí la mano, pero la detuve a medio camino.
– Pero... ¿y si nos besamos? ¿si usted me da un beso, no somos unos grandísimos putos, Don Tito?

– Habría que comprobarlo ¿no te parece?
Y entonces, él me tomó de la mano y la llevó hasta su vergota. Mis dedos se toparon con esa suavidad firme, húmeda del sexo excitado y listo para el amor. Tomé el tronco con más fuerza y le retiré la piel hacia atrás. Don Tito suspiró con un gemido. Su glande asomó todo mojado y sus pelos púbicos cosquillearon el dorso de mi mano.

... Y para demostrarte que no íbamos a transformarnos en dos maricones, te volví a decir: "tranquilo, Marianito", y me acerqué a tu boquita rosada, tibia, entreabierta, y te besé por primera vez. Era "tu" primera vez, y era "mi" primera vez. Entonces seguí acariciándote la pija, las bolas, me animé a meter la mano hasta abrirte un poco las piernas. Tu mano no había soltado mi pija. Yo estaba al palo, y la recorrías toda, de arriba abajo. Tenías un miedo atroz. Sentía tus labios retirarse instintivamente, temblaban, no sabían bien qué hacer, pero enseguida te apoyaste en mí, intuías que yo estaba mucho más tranquilo que vos.

Cuando Don Tito acercó su boca y me besó, todo mi ser vibraba. Era extraño, porque todas mis emociones estaban encontradas. Pero no podía dejar de sentir. Fue mi primer beso. Esperé a ver que pasaba. No sabía que hacer. Entonces su lengua entró tímidamente, abriéndose paso entre mis labios. Me retracté un poco. No sabía si me gustaba eso. Don Tito avanzó un poco más, tomándome esta vez de la nuca. Hizo una leve presión, y toda su lengua me invadió la boca. Entonces respondí con la mía y ya no pude dejar de besarlo.
Me abrazaste con todas tus fuerzas. ¡Ah!, ¡Si supieras cómo me sentí cuando me abrazaste!. Quería decirte muchas cosas, pero fui muy cagón para hacerlo. Porque te sentía como un hijo, pero también quería cogerte y que me cogieras como un amante...

Nuestras pijas se acariciaban una a otra. El mecánico me rodeó con sus peludos y fuertes brazos. La sensación me ganó, desbordándome y haciendo que mi cuerpo obrara con voluntad propia. La boca de Don Tito bajó por mi cuello y sentí como me raspaba la piel con su barba sin rasurar. Lejos de molestarme, me excitó más. Su lengua me lamía y después su piel tosca hacía el contraste perfecto entre suavidad y rudeza. Yo abandoné mi cabeza hacia atrás, ofreciéndome a él, que me tomó de las axilas y siguió descendiendo con su boca ávida de explorar todo lo que venía a su paso.

No podía creer lo que estaba pasando. Tenía una lengua maravillosa. Arrasaba con todo, quedándose en mis pezones, succionando y saboreando cada accidente de mi cuerpo. Entonces, al seguir bajando, quedó de rodillas frente a mi joven e inexperta verga dura. La miró con esos ojos oscuros, sombríos, pero llenos de deseo, y acercó su boca a la punta. Me apresuré a poner mi mano en su frente:

– ¡No!, ¡Pare, Don Tito, por favor, deténgase!
– ¿Pasa algo, Marianito? ¿no querés que te la chupe?
– Me muero porque haga eso, pero...
– ¿Pero qué pasa?
– Que no aguanto más, que creo que si me la chupa, voy a acabar ya mismo...

-No te preocupes, muchacho, tenemos todo el tiempo del mundo para volver a comenzar. ¡Pero esta pija yo no me la pierdo! – y diciendo esto, la tomó de los huevos y se la engulló con una energía pasmosa, producto de tanto deseo postergado.

Aullé de placer, pero inmediatamente me di cuenta de que yo estaba en lo cierto, y que tanto placer me superaba. A los pocos segundos, todo mi cuerpo se estremeció y una oleada de placer inmenso, fue subiendo desde la planta de mis pies y bajando desde el centro de mi pecho hasta invadir cada vez más intensamente mi pelvis. Quise retirar la boca de Don Tito, pero él, apartándome las manos, siguió bombeándome la verga con sus labios. Me arqueé incontroladamente en un mar de voluptuosidad. Todo eso no tenía que ver con nada que yo hubiese experimentado en mis pajas solitarias. Don Tito me sujetó del culo, y yo descargué todo mi orgasmo en su boca.

Él trago cada gota de mi caliente semen, mientras yo sufría contracciones sublimes. Pero Don Tito no renunció a su manjar, y lejos de abandonarlo lo siguió chupando, lamiendo y succionando.
Cuando acabaste en mi boca, sentí una felicidad enorme. Cada vez estaba más excitado, y no dejé de chuparte un solo momento. Tu juventud mantuvo la erección de tu pija siempre, y pronto empezaste a sentir que ibas a acabar otra vez. ¡Joder!. Pero entonces me detuve y te abracé de nuevo...
Don Tito me agarró entonces por los hombros, me giró sobre mí mismo, y me apoyó contra el capó de un Fiat. Me abrió las piernas y me hizo sentir un pánico extraño. ¿Seguiría castigándome?
– Tranquilo - me dijo - ¿Te hice doler mucho, Marianito?
– Un poco – mentí, sin lograr tranquilizarme, pero excitadísimo siempre.
– Entonces, voy a reparar lo que hice, ¿me perdonás? ... creo que se me fue un poco la mano...

Se agachó frente a mi culo y empezó a lamerlo dulcemente. ¿Qué era aquello? ¡Dios mío, ese hombre me llevaba a sitios insospechables!. Su lengua horadaba cada centímetro de mi agujero, deteniéndose en los pliegues, en el borde lleno de pelitos, entre mis bolas, en toda la extensión de la raya que separaba mis nalgas... ¡Aquello era infartante!. Mi verga, latía y hasta me dolía de tan dura que estaba.
Después de un rato se levantó y me abrazó desde atrás, apoyando toda su virilidad en mi ensalivado culo. Ya no tenía miedo, y hasta me hubiera dejado penetrar por ese hombre. Pero mi deseo de besarlo pudo más, así que me di vuelta y lo tomé de la cabeza, juntando mi boca con la de él y entablando una lucha frenética de lenguas.

Me detuve un momento, sólo para observar sus pezones. Los amasé con la mano ¡Cuánto había esperado por eso! Y después de acariciarlos, sobarlos, pellizcarlos, acerqué mi boca hambrienta y los empecé a chupar. Don Tito se moría de placer, y yo sentía como sus pezones se ponían duros. Recorrí entonces todo el contorno de su aureola, lamiendo los suaves y escasos vellos que custodiaban sus tetillas. Lo miré a los ojos y le dije muy serio:

–  ¿Sabe una cosa, Don Tito?
– ¿Qué, hijo?
– Que ya no me importa si me vuelvo puto – nos quedamos un momento absortos, y luego bajé mi atención hasta su latiente sexo, lo tomé desde los huevos y me lo metí en la boca de un solo envión. Al principio me produjo arcadas, pero resistí las ganas de sacarme eso de la boca hasta que toda mi cavidad se acostumbró a semejante volumen. Chupé y mamé bien a Don Tito. Lo giré y seguí con su culo, sin pensar, sólo recibía órdenes de lo que dictaba mi deseo.

– ¡Meteme la pija, pibe, metémela hasta el fondo! – me suplicó Don Tito, abriéndose el culo con ambas manos.

... ¡Cómo me hiciste gozar, Mariano! En ese momento, cuando me cogiste, comprendí porqué a tantos tipos les gusta la verga. ¿Entendés? No te rías. Es en serio. Porque no hay nada más fuerte que el amor entre machos. Sentí que estábamos tan unidos que ya seríamos inseparables. Al principio nos costó ¿te acordás?. Tu pija no entraba en mi agujero virgen, pero yo tenía tantas ganas, que acabaste por metérmela hasta el mango, y cuando sentí que tus bolas pegaban contra las mías, empecé a sentir que no tardaría en acabar.
¡Qué cogida impresionante!. Nunca la olvidé. Mis manos aprisionaban los pechos de Don Tito mientras el panorama de su ancha espalda y su culo avanzando sobre mi verga, hacían las delicias de mis ojos.

– ¡Voy a acabar!, ¡no pares, no pares!

Lo agarré con fuerza y aceleré mis movimientos. ¡Estaba cogiendo a Don Tito! ¿Quién lo iba a creer? ¡A Don Tito, el mecánico del pueblo!. Al pensar esto, me puse a mil, y mi orgasmo no se hizo esperar. Estiré la mano y alcancé la verga de Don Tito. Ni bien la toqué, su semen salió disparando chorros espesos que me embadurnaron toda la mano. Sin dejar de moverme, agitado, dejé que también explotara mi verga y me derramé dentro del culo de Don Tito entre espasmos e impulsos intensos.

Y ahora que volviste, querido Mariano, espero que leas esta carta llena de recuerdos. Sé que vos también recordás todo esto igual que yo. Cuando te fuiste para terminar tus estudios, siempre supe que te iba a ir muy bien en la vida: formaste una familia, tenés un buen trabajo, sos feliz. Por acá, las cosas no han cambiado demasiado, vos lo sabés. Yo siempre te eché de menos, pero también estaba contento de tus logros, según me contaba siempre Doña Elena, (Dios la tenga en la gloria). Tal vez te sorprendan las cosas que acabo de poner en esta carta, pero, ya ves, me salió así, no sé muy bien como me animé a escribirla, pero en realidad, debe ser porque – te repito – sé que vos también recordás todo lo que vivimos juntos en el taller. Eso me otorga una deliciosa complicidad con vos.

Solo quería mandarte un enorme abrazo, Mariano, y desearte todo lo mejor, porque te lo merecés.
Hasta siempre.
Tito Guzmán.

La carta me deja emocionado, conmovido, fuera de todo tiempo y espacio, con todos los recuerdos agolpados en mi pecho... y de pronto vuelvo a la realidad y reparo que estoy otra vez en el pueblo. Casi como un autómata, tomo mi abrigo y salgo raudamente por la puerta que atravesé hace una hora. No me dan los pies para caminar, correr, y atravesar las diez calles que me llevan hasta la entrada del pueblo, ahora tan cambiada.

Por fin, diviso el taller de Don Tito. Pasaron diez minutos de las nueve, hora de abrir, y la persiana, por supuesto, está abierta. El corazón se me sale del pecho. Ahí está. ¡Es Don Tito!. Algo más canoso, algo menos de pelo, pero sigue siendo el mismo. Me acerco, despacio, temblando, con la sonrisa que quiere volar, sabiendo que pronto se me humedecerán los ojos cuando me mire y me diga "¡Qué hacés, Marianito!".


1 comentario:

  1. Excelente relato. Muy bien escrito, muy bien detallado la parte sexual. Me trajo recuerdos

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